ÁVILA
Un paseo: fiel a su norma, el viajero no faltará a su cita con las murallas en una ciudad fortificada. El paseo es muy agradable pese al frío habitual a esas altitudes -1130 m- y pese al terreno que se inclina lo suficiente como para ser final de etapa en carreras ciclistas. Si nos atrevemos, el paseo se convertirá en entrenamiento, pero valdrá la pena.

Un restaurante: la cocina local tiene a nuestro amigo el cordero y a nuestra inseparable ternera como estandartes, como así lo confirma la casa de comidas Alcaravea, donde también se cumple lo de que contra el frío castellano se inventó la sopa del mismo nombre. Sin embargo, Ávila aportó su remedio casero para la hipotermia: las cazuelitas de patas revolconas, como las de Los Templarios.

Una visita: el patrimonio monumental de esta ciudad tan menuda es desbordante, así que con doblar una esquina y meterse en el primer edificio seguro que se encuentra algo de nuestro agrado. Pero el viajero es más inconformista que todo eso, así que propone, en lugar de conventos e iglesias, comprobar si toda la polémica sobre el Mercado Grande de Moneo es o no exagerada. Al viajero le gustó mucho más eso que los relicarios.
Un recuerdo: de las dos cosas que guarda aún el viajero en su cabeza, la primera es la muy lograda restauración -a fines hosteleros- de antiguos edificios religiosos y civiles, con su cubierta para el patio. La segunda es lo bien que huele la ciudad cuando encienden las brasas de carbón de los asadores. ¡Cosa fina!

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