CHINCHÓN
Un paseo: ya se le ha hecho saber al viajero que seis horas en algunos destinos son más que suficientes, pero la respuesta -una pregunta- siempre ha sido la misma: ¿suficientes para qué? Hecha la aclaración, se invita a tomarse el tiempo que se quiera en una caminata de la Plaza Mayor al Parador, y así todas las veces que se quiera.
Un restaurante: es ya una constante en la vida del viajero que, sobre todo en Chinchón, suele desear el plato de otros. Y no es que sus habituales chuletillas desmerezcan, sino que el solomillo de choto tenía una presencia más que gloriosa. En el Mesón de la Reina, en el balcón o dentro, hay de las dos cosas y muchas más.

Una visita: el público suele, y con razón, hacer la sobremesa en el Parador, pero el viajero va a proponer, aunque luego nos tomemos un café allí más tarde, dar un saltiti hasta el viejo Castillo de los Condes. Se aprecia que, tras la gloria de su pasado, las huellas de ruedas de coches son indicio del trasiego nocturno de amantes sin casa propia.

Un recuerdo: la ciencia está por todas partes en Chinchón. El viajero asistió a una experiancia físico-química en un restaurante, cuando la camarera flambeó una leche frita con un aguardiente sin calentar. Esto, que un profano pasaría por alto, no escapó al ojo atento del viajero, que preguntó el porqué. Un orujo de 42 grados solo arde si se calienta. ¿Tendría solo 42? La camarera no respondió. Para quien no lo sepa, Chinchón da nombre a un afamado anís llamado de la Alcoholera.

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