SANTANDER
Un paseo: cuentan que a uno se le quitó la resaca a fuerza de ráfagas de viento mientras miraba el mar desde el acantilado del Faro de Cabo Mayor, por eso recomendamos una caminata matinal hasta allí. Algún concierto más que meritorio se ha celebrado en la terraza del bar, vaya que sí. Si no, también se puede uno acercar hasta la Magdalena, una zona más señorial y algo menos empinada.
Un restaurante: si nos gusta el pescado tendremos el engorro de elegir, pero aquí nos vamos a decantar por el modesto barrio pesquero, donde encontraremos Los Peñucas, un sitio que, sin alardes, nos deja satisfechos. Los menos glotones también pueden encontrar en los bares del centro el tesoro del Cantábrico, las anchoas. Y que nadie se olvide de las rabas, las mejores del mundo conocido. El viajero descubrió recientemente El Llar, un monumento a la cocina local.
Una visita: tras tanto deleite para el cuerpo, el alma se puede tomar un respiro en la Biblioteca Menéndez Pelayo, donde destaca la imponente sala de lectura. Vamos, que no todo va a ser zampar. Aunque tampoco está mal quedarse extasiado frente a la vieja grúa del paseo marítimo restaurada por Francisco Rebollo.
Un recuerdo: uno de los botes de anchoas que nos íbamos a llevar a casa, servirá, ya vacío, para llenarlo de esa arena que hemos pisado, por ejemplo, en El Sardinero.
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