TARRAGONA
Un paseo: sin duda, el mejor modo de hacer hambre es ir y venir por la playa, que tiene la paradójica suerte de estar aislada por la vía del tren, lo que evita que los edificios se la coman. Si acabamos en el barrio de pescadores, el Serrallo, nos tomamos un vinito y volvemos hacia el centro.
Un restaurante: en el Entrecopes, carrer Cavallers 12, nos encontraremos las sorpresas más meritorias y un cava de autor, Vinicola de Nulles, que convence. Si no hay sitio, lo mejor es acercarse a un local, meter la nariz y, si huele a alcachofas fritas, sentarse y perdirlas.
Una visita: no cabe duda de que, pese a lo menudito de la ciudad, hay una oferta monumental extensa, en la que destacan las murallas, obra de ingeniería y arquitectura que, junto a la funcionalidad, ya caduca, nos regala las mejores vistas. Los romanos sí que sabían buscar emplazamientos.
Un recuerdo: el viajero que no lleve sitio en la maleta no tendrá que quedarse con las ganas de llevarse un recuerdo tangible de aquí gracias a La Botiga de l'Ebre. Para los menos materialistas, el mejor recuerdo será ese saborcillo que deja una copa de cava mientras se despide uno del Mediterráneo desde el jardín del hotel Imperial Tarraco.
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