PLASENCIA

Un paseo: tras las últimas curvas por la dehesa, el viajero no esperaba encontrar allí tanta maravilla, pero es que en Extremadura, la hermosa desconocida, abunda el misterio monumental. Siempre es una tentación bordear un recinto amurallado, y el viajero lo recomendaría sin pestañear si no fuera porque le pareció sorprendente el acueducto de San Antón.
Un restaurante: el que no haya comido migas extremeñas tiene una oportunidad de oro en el Parador, donde además hay un menu más que aconsejable. En la misma plaza, el restaurante Gredos está al quite para platos de carácter como las carrilleras de cerdo. Es cierto que también se puede tapear de maravilla en los bares de la plaza mayor.
 
Una visita: es curioso que las ciudades, cuanto más pequeñas, nos demandan más tiempo para el turismo slow. Plasencia es un ejemplo notorio, porque concentra mucho en poco espacio. Así, el viajero será prudente y elegirá bien. Eso sí, apuntará en su agenda sitios para repetir. De momento, y como el camino de ida fue tan impactante, el viajero se dirigirá a las afueras hasta el río Jerte, y allí se sentará en el puente de San Lázaro, donde también puede ver la ermita.
Un recuerdo: la memoria del viajero se llevó de allí todo puesto. En el inconsciente del urbanita flota la idea, al irse de Plasencia, de que podría ser un refugio, ya que es ciudad y tiene naturaleza. Luego siempre se olvida, pero ya lo pensó. Para no olvidarse de esa tierra, se recurre a los productos típicos, pero el viajero prefiere otros.

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