PEÑAFIEL

Un paseo: si uno se atreve a subir hasta el Castillo, la vista promete ser fenomenal, pero no conviene abusar, porque también es museo del vino. Pero si el cuerpo no da para más, nos quedaremos por la parte baja, junto al río, y cuando vayamos notando flaqueza, recobraremos fuerzas con un desayuno en el claustro cubierto del convento de las Claras.
Un restaurante: el viajero, disuesto a cumplir con las normas locales, descubrió, buscando un buen lechazo, que había cosas tan sorprendentes o más. Así, en el restaurante Molino de Palacios, una joya restaurada, cayó presa de un arroz con liebre del que aún no se ha repuesto. Si alguien comete la imprudencia de pedir vino de Rioja, que sepa que el vallisoletano es muy suyo y podría sugerirle otros, como el Lágrima Negra, tinto tempranillo, o el Carramimbre, blanco verdejo.
Una visita: al viajero le gustó la farmacia de Ernesto del Campo, una recoleta botica de las de antes, pero puede que dispongamos de más tiempo, así que "¡ancha es Castilla!". Las distancias son cortas entre Peñafiel y la finca de Arzuaga, el del hotel-bodega, en Quintanilla. Es imposible, incluso para un urbanita militante como el viajero, abstraerse a la belleza de una dehesa de tal enjundia. La encina milenaria nos dará sombra en verano y protección si se escapan los jabalíes o los ciervos.

Un recuerdo: tras muchas dudas, el viajero aceptó llevarse las zapatillas de baño del hotel -que luego resultaron estar incluidas en el precio, como el resto de productos de baño que también cargó en la maleta-, pero eso no haría honor a tan plácida estancia, de modo que propondremos un recuerdo más intrépido. Si alguno arranca la placa dedicada al Empecinado en la antigua calle Judería -ahora honrada con el nombre del oscuro guerrero-, ya habrá valido la pena el riesgo.

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