SANTILLANA DEL MAR

Un paseo: la propia localidad, por su tamaño, se presta bien para ejercitar las piernas, pero no se confunda el viajero, que no es llana. Tampoco es marinera o santa, pero no le hace falta.

Un restaurante: refigiándose de la lluvia de enero, uno se metió por la trasera de un bar y descubrió que era nada más y nada menos que el Hotel Altamira, donde las rabas son muy correctas, igual que el vino, que no pudo probar porque conducía. El Parador tampoco tenía mala pinta, pese a estar de huelga por entonces.
Una visita: el que venga hasta aquí y no se pase por el Museo de Altamira es que no se ha enterado de nada o su escolarización fue precaria. Aunque son réplicas del original, las explicaciones son acertadas.
Un recuerdo: una prueba de pericia sería llevarse a casa la tétrica imagen que sobresale por encima del muro que encierra las "joyas" del Museo de la Inquisición -¡hay que ver!- o del Museo de la Tortura -como si no fueran lo mismo-. Si no, también podemos guardar en la memoria, aunque el viajero no es partidario de pagar por entrar a templos, los arcos del claustro de la Colegiata.

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