SALAMANCA

Un paseo: decíamos ayer que esta ciudad, tan limpita y aseada merece cualquier dolor de pies, así que, ya sea alrededor de la almendra, de puente en puente o hacia arriba, desde el Tormes hasta la Plaza Mayor, hay que hacer buena la divisa del viajero slow y honrar a Salamanca como es debido. Si, como muchos, hemos elegido el Parador para pernoctar, entonces el paseo es obligado.
Un restaurante: una de las consecuencias de tanto caminar es que el cuerpo pide recambio. Por suerte se encuentra de todo, incluso de tapeo, como en El Reloj, un bar con huevos rotos muy aconsejables. Los embutidos y jamones no deben hacer sombra a otros manjares, como el arroz con liebre del Montero o los conmovedores tostones como el que presidió la mesa del viajero en el restaurante Cervantes.
Una visita: oculto tras las piedras salmantinas, tan clericales ellas y tan monárquicas, el viajero podrá salirse del tradicional recorrido de fachadas y conventos, de ranitas y onanistas, para pasar un rato delicioso en el Museo Casa Lis, una de esas galerías refinadas y ambiguas que el modernismo tiene por el mundo.
Un recuerdo: los viajeros que se llevan a casa un cargamento con origen Guijuelo tienen razones de peso, y su endocrino se lo hará saber. Para evitar malos tragos, a lo mejor nos podríamos llevar una curiosa imagen de ligereza e ingravidez.

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